EL MÁS GRANDE DE TODOS LOS EGOÍSMOS
Se da en el cine catastrofista,
aunque de manera muy sutil. Solo en el mundo de las tragedias, de meteoros
gigantescos y terremotos capaces de destrozar ciudades enteras, de abrir el
asfalto en dos o de crear maremotos y tsunamis que arrasan kilómetros y kilómetros
de poblaciones puede encontrarse algo tan sumamente morboso, pero aún así real:
el placer culpable de disfrutarlo. El de, amparados en la ficción, ver como
Nueva York, Roma, San Francisco, Moscú, Tokyo y demás megaurbes sucumban ante
el embate de la naturaleza o alguna fuerza cósmica. Un placer que sin embargo
esconde algo mucho más profundo y todavía más insidioso, tanto que es posible
que ni siquiera muchos lo sepan de forma consciente: que si el fin del mundo
llegase y uno mismo se muriese en el proceso, el resto de la población de la
Tierra se iría con él al Más Allá, todos a la vez. Y es que, en una sociedad
dominada por el egoísmo de las redes sociales y por la negación de la muerte
como si eso solo le pasara a los demás, el básico hecho de morir (la única
realidad de la vida, le pese a quien le pese), supone algo tan conflictivo y
tan traumático como para crear en algunas personajes el deseo de que, si ha de
morir, no hacerlo solo y que el resto del mundo lo haga también. Desde
Terremoto [Mark Robson, 1974] a Armageddon [Michael Bay, 1998], o desde Meteoro
[Ronald Neame, 1979] a la infame 2012 [Ronald Emmerich, 2009], más toda la
retahíla de producciones televisivas a tal efecto como Maremoto: No hay Escape
[George Miller, 1997] (sin relación con el director de Mad Max, Salvajes de la
Autopista [1979]), el cine de catástrofes cumple dos funciones básicas:
primera, satisfacer a ese espíritu de la destrucción que habita en el ser
humano, y segunda, satisfacer a ese otro espíritu del ser humano como el
egoísmo: porque el egoísmo más grande de todos es desear que todo un mundo te
acompañe al Más Allá.
Nº De Serie: NC/TCM/00378. Escrito Por: The Cineman.
Publicado El: Martes, 3 de enero de 2017.
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